Karlkrispin’s Weblog


Happy Aristóteles
noviembre 9, 2013, 3:04 pm
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Happy Aristóteles

Karl Krispin

@kkrispin

 

Entre tantas instituciones decretadas para la felicidad como el reciente viceministerio, sus creadores olvidaron recordar el parentesco de su gozoso origen. No cabe duda de que todo engendro administrativo de nuestro gobierno se traduce en una dichosa aceptación por parte de los administrados: basta ver la cara de alegría de quienes hacen entusiasmadas colas para conseguir los bienes de la cesta básica. Qué decir cuando llegan al producto y se apenan en tomarlo cediéndolo amistosamente a las otras personas. Venezuela es pura felicidad hace más de catorce años: por ello resulta un contrasentido la creación del viceministerio si hemos sido tan bienaventurados en estos años revolucionarios.

 

El Libertador Simón Bolívar nos dice en el Discurso de Angostura que “el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible.” Pero el concepto no lo inventó don Simón: lo toma de Aristóteles. Y citemos su obra mayúscula, La política, para comprobarlo: “El objeto del Estado es la felicidad de la existencia; todas las instituciones tienen por objeto la felicidad.” Pero se pregunta Aristóteles : “Nos falta ver si la felicidad del individuo es o no es la misma del Estado… Todos los que hacen consistir la felicidad del individuo en la riqueza, declaran asimismo que el Estado es feliz cuando es rico; los que estiman sobre todo el poder tiránico, dirán que el Estado más feliz es el que tiene dominios y más súbditos; si se estima al hombre por la virtud personal, se dirá también que el Estado más virtuoso es el más feliz”.  Luego de leer esto, vemos que el Estado se convierte en un reflejo de lo que son sus ciudadanos (no en balde Locke y la Ilustración rescribirán que “la ley es la expresión de la voluntad general”) y que la verdadera felicidad es una creación individual que termina definiendo al Estado y no al revés. Puntualiza Aristóteles: “El  mejor gobierno será aquel cuya constitución permita que cada ciudadano pueda ser virtuoso y vivir feliz”.  Y aquí no hay más que declararse aristotélico, nunca platónico, atención. Los utopistas son gente muy poco recomendable y de escalofriante prontuario.  Lo que el filósofo nos quiere hacer ver es que el gobierno debe crear las condiciones favorables pero serán sus ciudadanos quienes se procuren a sí mismos la felicidad. Con lo cual quedan desechados profetas de secta, camisas rojas y prometedores de paraísos.

 

Es tal la influencia de Aristóteles en Bolívar que expresa también en Angostura: “la felicidad consiste en la práctica de la virtud”. Y obviamente nuestro Simón aristotélico cree en la virtud individual, producto del respeto a la ley y lo recalca en 1819. A las pruebas me remito: “Yo os recomiendo esta Constitución popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad civil, como la más digna de servir de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos del hombre y a toda la felicidad política que es compatible con nuestra frágil naturaleza.” De modo que la felicidad (política), suprema o no, se deriva de la libertad civil y de la virtud de sus ciudadanos. No corresponde a los gobiernos promulgar la felicidad: mucho menos burocratizarla. Los gobiernos de la auténtica felicidad ostentan la división y el equilibrio de los poderes y la libertad de los ciudadanos. De modo que el viceministro gaceteado poco hará por hacernos felices siendo el apéndice de un ogro filantrópico que dicta los preceptos para una nación de pensamiento único, ordenando desde arriba sonreír para la foto y poco ganado a la idea de controlar  su mismo poder.

 

Lástima que nuestros gobernantes no sepan leer a Bolívar y de Aristóteles ni hablemos.  La lucidez y su realismo son acontecimientos muy poco frecuentes en estos días de felicidad.



La advertencia del ciudadano Norton de Karl Krispin

El nudo negro del hurto
EDGARDO MONDOLFI GUDAT
emondolfi g@yahoo.es

A parte de sus bondades, que son muchas, la Internet puede ser también un cuenco lleno de ladrones.

Un territorio hostil donde es preciso moverse con los ojos bien abiertos puesto que, a cada cien pasos, anida un hacker dispuesto a despojar al primero que encuentre con la misma habilidad con que un carterista lo haría con la billetera de un transeúnte en las escalinatas del Metro.

Si no me lo creen, pregúntenselo a Max Moro, a quien hace poco le robaron una novela inédita de su computadora con sólo apretar un par de teclas. Max, por desdicha, no cambiaba sus contraseñas ni guardaba respaldos, puesto que jamás le dio crédito a la idea de que algún día podía ser desvalijado en plena vía por un ratero ciberespacial.

Lo peor del caso es que ahora anda por el mundo como una ballena herida, sumido en la depresión. Se trataba, si hemos de creerle a él mismo, de su mejor novela. La obra que, luego de mucho sudor, le había permitido redefinir su estilo narrativo en busca de una consagración que hasta ahora se había mostrado esquiva. Y bastó que se le colaran en su computadora para llevársela. Ya el mal está hecho y Max Moro tendrá que seguir asfixiándose ante la idea de que el vulgar ratero se alzara, gracias a esa obra auténticamente suya, como ganador del Premio de Novela Santiago Ulloa.

En realidad, debo admitir a estas alturas que el escritor Max Moro no existe, al menos no en este monótono y triste mundo cotidiano. Habita en cambio, y muy a sus anchas, gracias al hecho de que Karl Krispin, en su más reciente novela, La advertencia del ciudadano Norton , publicada por Alfa, lo ha tomado como pretexto para fabricar una formidable historia en torno a ese nudo negro del hurto que es la Internet.

En medio de un tropel de personajes y episodios, de coincidencias maravillosas y casualidades alucinantes que se van anudando a lo largo de la obra, Max Moro sucumbe al chantaje de mantener un diálogo electrónico con el captor de su novela hasta terminar convirtiéndose, sin él saberlo, en rehén de su propia ficción y sus propios prejuicios. Krispin arriesga mucho y lo hace bien, puesto que los intercambios que va librando el correcto y liberal Max Moro con el anarcoterrorista y antiglobalizador que se vale del teclado para birlarle su novela, condensan a la vez, como lo ha dicho Armando Coll, una astuta sátira sobre un mundo lleno de rutas sin rumbo que es, a fin de cuentas, el mundo contemporáneo.



Obama, el neo hippie. Karl Krispin
junio 27, 2008, 12:16 am
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En la cuarta elección y que no la última a que se presentó, Rafael Caldera fue elegido presidente de esta comarca con el slogan: El cambio va. 40 años más tarde, la frase parece tener vigencia no sólo entre nosotros sino en los Estados Unidos donde el demócrata Barack Obama ha hecho suyo este predicamento. A mí no me seduce y no votaría por él si tuviese que hacerlo.  Ello no significa arrellanarme en la acera de los republicanos y menos suscribir algún apoyo al peligroso incompetente de George W. Bush y su comandita de halcones. Las razones son las de todo liberal: Porque no cree en los tratados de libre comercio, es un neo-proteccionista, un cruzado contra las compañías de seguros y ha hecho suyo el espíritu anti-globalizador. Ha institucionalizado la protesta de Seattle y los neo hippies que siguen escuchando a Joan Báez y sentencian que las transnacionales son entidades diabólicas. Si alguno de estos comeflores tuviese la molestia de examinar a fondo que estas compañías garantizan en buena medida la existencia del equilibrio mundial económico, porque de su eficiencia es que viven los estados para la distribución de la renta, buena parte de este discurso demagogo que arranca aplausos histéricos, simplemente ni existiría.

 

Obama vende a todas luces su posición contra el establishment” de Washington y tiene tanta credibilidad, que sus escuchas olvidan con libérrima facilidad que es un senador producto de ese mismo status quo y que parte de su posición ganadora ha estado avalada por el clan Kennedy. A veces me hace recordar el viejo chiste del vasco de pocas palabras quien saliendo de una misa y preguntado sobre qué había hablado el cura de su pueblo en el sermón dominical, a sabiendas de que versaba sobre el pecado, terció escuetamente a su interlocutor con un: “No lo aprueba”. Obama no “aprueba” el libre comercio, no aprueba las corporaciones, limpia el piso con el coleto de los CEO, pero no abunda en suficientes motivos, como el taciturno de Guipúzcoa, en lo que hará para evitarlo y “cambiarlo”. Sobre todo considerando que la libertad de comercio y el capitalismo son lo que hacen que las naciones como la suya disfruten de bienestar a pesar de los pesares.

 

Llaman la atención algunas de sus reflexiones sobre política exterior. Frente a la guerra de Irak es claro al decir que se trata de algo que nunca ha debido darse. Y de su posición ambientalista, en la que se hermana con Al Gore, salta a la vista que del cuidado que le pongamos al planeta se deducirá el saldo de un futuro posible. Posición ya recurrente en los países desarrollados y, si no, pregúntenle a los capitalistas alemanes que lograron rescatar el Rhin.  

 

No obstante el tipo tiene pegada y se está dirigiendo a una masa que lo escucha con devoción solicitando evangelios. «He has a dream». Estamos ante un nuevo paradigma de la política americana y, si como luce, incluye eventualmente a la señora Clinton en el ticket demócrata, su vagón se convertirá en un imparable tren bala. Quienes se empeñan en ver esta competencia electoral con los viejos anteojos de las minorías, se equivocan de medio a medio. Esta es una contención entre dos teoremas de la vida política y económica. Entre los defensores de la prosperidad del libre comercio y sus acérrimos enemigos quienes, buscando chivos expiatorios a la medida de sus propias denuncias, creen que matando la gallina de los huevos de oro, encontrarán la respuesta a las contradicciones del sistema. A menos que ocurra una torcedura de destinos a última hora, el senador Barack Obama será el próximo presidente de los EEUU. Ha sabido entonar las melodías de un discurso emocional que tendrá que vérselas, sin embargo, con el nada ensoñador realismo del mundo verdadero.



Mortadela en el Teresa Carreño, Karl Krispin
junio 27, 2008, 12:14 am
Filed under: Artículos para El Nacional de Caracas | Etiquetas:

En 1946 el gobierno de Juan Domingo Perón nombró al maestro Borges inspector de pollos y gallinas en los mercados municipales. La medida era propia de un régimen de ignorantes y, lejos de quebrarle el espinazo moral al escritor, aquellos generales de bailarinas y autos deportivos no contaron con que el ilustre ciego se tomaría la molestia hasta de renunciar. El Celarg anuncia con orgullo salivar que la Casa Rómulo Gallegos albergará en su vestíbulo una bodega ambulante de Mercal donde se venderá a eso que llaman precios “solidarios” carne, leche, huevos y otros productos. Los espacios de la cultura se convierten en mercados y quizás llegue el inspector no sé si de Mercal o del Ministerio de Cultura pero es que tampoco sabemos qué funciones corresponden a estos organismos ahora que todo se entiende de todos.

 

El Ministerio de Cultura es en nuestros días un comando de comisarios donde la exclusión, las listas y los personalismos han hecho que los órganos del Estado favorezcan abusivamente la tendencia ideológica de los actuales dirigentes magníficamente orquestada por el ciudadano peninsular que lo dirige. Toda la patraña de la repetición goebbeliana del susodicho socialismo está siendo llevada a cabo sobre fundamentos ilegales e inconstitucionales, de paso legítimamente rechazado por el pueblo de Venezuela el 2 de diciembre. De modo que este país ni su cultura han sido, son ni serán socialistas y proclamar esa payasada forma parte de los actos de feria que los bufones realizan para contentura del jefe. El país no termina de lamentar la partida del poeta Eugenio Montejo a cuyos versos volveremos además con honor al saber que jamás doblegó su ética ni cohonestó con los estropicios a que ha sido sometido nuestro país desde que el pueblo se equivocó en 1998. Frente a la muerte de Montejo ha habido un silencio cómplice, mezquino, de pase de factura de los comisarios de la cultura. Ni una línea, ni una declaración, ni un homenaje, ni un simple obituario. Sólo el Granma local Todos Adentro” publicó un artículo, acompañado de los versos del poeta, para resaltar y lucir la amistad de Montejo con Luis Alberto Crespo y Gustavo Pereira. Semejante enfoque constituye un insulto no por Crespo ni Pereira, por favor, sino por la subordinación a un segundo plano a que se somete al inolvidable hacedor de versos.

 

La iniciativa de convertir alternativamente al Celarg en un mercalito se desarrolla dentro del Plan Extraordinario Misión Cultura ¡Corazón Adentro!”, así con exclamaciones enfáticas y la cursilería del caso, que busca “utilizar la cultura como un medio para entablar el diálogo, la solidaridad, el respeto, el desarrollo sostenible y la construcción de la nueva sociedad”. El problema de afirmar la primacía del futuro con exclusividad redunda en creer que se tiene una personalidad adánica y que nada precede por tratarse de los primeros habitantes de la tierra. Toda revolución es una descomunal estafa colectiva. El célebre polemista G. K. Chesterton solía hacer mofa de George Bernard Shaw cuando este solicitaba “un nuevo hombre”: “Es como si una niñera hubiese empleado durante varios años un alimento nocivo para un niño, y al descubrir que no es apropiado no tirase por la ventana el alimento, sino que tirase por la ventana al niño y pidiera un nuevo niño”. No me cabe la menor duda: dentro de muy poco el Complejo Cultural Teresa Carreño y la red de los museos nacionales serán grandes emporios para los buhoneros dignificados que, entre mortadelas y chicharrones, entablarán el diálogo de ese superhombre con su nueva sociedad. Al fin y al cabo, ¿para qué nos sirve esa vieja y explotadora cultura del pasado si derrocharemos porvenir en esa potencia que nos han prometido ser?



marzo 4, 2008, 12:27 am
Filed under: General



Zanzíbar, isla entre las islas. Karl Krispin
marzo 4, 2008, 12:25 am
Filed under: Crónicas de viaje

Hace poco me contaban de un importantísimo ejecutivo petrolero, de esos trotamundos de cara familiar y sobrevista en los movidos aeropuertos del planeta, cuya afición por los viajes  no tiene límites, a quien le preguntaron que escogiera un sitio del globo al que volvía con reiteración y favoritismo. El ejecutivo no titubeó para deponer a quemarropa su respuesta y agregó con tono de nostalgia: la isla de Zanzíbar. Cuando se increpa por este tipo de respuestas, cuyo menú de opciones es tan amplio como arbitrario, es difícil zanjar con facilidad la cuestión. Pero entiendo la respuesta del viajero porque Zanzíbar es como una antigua historia visitada, un raro y extraño sitio donde se junta lo legendario y lo real, un espacio de fábula que encierra el misterio de oriente con el exotismo africano. Hay quienes la comparan con el Bagdad de Harun Al Rashid. Zanzíbar es como una esencia respirada, una seda de Benares que te cubre la piel, un eco de marineros con la mar como patria, un lujo de ricos mercaderes acuñando el oro de sus tráficos. Es también una puerta de entrada y salida al África: una despiadada y sublime a la vez geografía donde han convivido el horror y la civilidad. Porque la  historia de la isla de Zanzíbar es tan fascinante como cruel.  La isla se encuentra en el Océano Índigo frente a las costas de Tanzania, país al cual pertenece desde 1964, gracias a Julius Nyerere, quien logró fusionar Tanganika y la isla  en un sólo Estado. En 1963 había logrado su estatuto de Independencia, con el Sultán  Seyyid Jamshisd ben Abdullah a la cabeza del nuevo Estado, pero al poco tiempo una revuelta popular lo depuso, instaurando un Consejo Revolucionario. De Nyerere hay que decir, capítulo aparte, que no sólo es el constructor de la Tanzania actual, sino que ha sido uno de los pocos gobernantes que ha renunciado voluntariamente al poder, al darse cuenta de que su modelo socialista de sociedad resultó un fiasco. Pocos saben además que este lúcido político fue traductor de Shakespeare. En otro orden de ideas, Tanzania desde su Independencia es un país modelo por su estabilidad. Nyerere supo educar para la paz. Zanzíbar llegó a ser no sólo el punto desde donde se dominaba todo el comercio esclavista del África Oriental, sino la propia capital del Sultanato de Omán, donde sus soberanos se instalaron desde el siglo XIX hasta la salida del último sultán en 1963, coincidiendo con la independencia de Tanganika y su integración, como dijimos, a Tanzania. Es igualmente la isla de las especias, producción que aún hoy en día se mantiene.  Su población es fundamentalmente musulmana, con una preponderancia religiosa de ismaelitas, la secta liderada por el Aga Khan. Se habla el swahili y el inglés. Los modos de llegarle a la isla son por vía aérea en vuelos desde Nairobi, Dar es Salaam, la capital de Tanzania, o desde la ciudad de Mombasa en Kenya. Por mar igualmente se pueden tomar toda suerte de embarcaciones desde Mombasa o Dar es Salaam. Un trayecto recomendado por los evocadores del pasado consiste en salir desde Nairobi a Mombasa con el tren lunático y de allí zarpar a Zanzíbar. Mi trayecto fue menos ortodoxo y llegué a la isla por vía aérea desde Nairobi. El aeropuerto de la isla es estrictamente modesto y da la impresión de que hemos traspuesto el presente inevitablemente. Los funcionarios de la aduana son muy estrictos en solicitar chillonamente el certificado de vacunación contra la fiebre amarilla. La malaria es endémica y hay que tomar las insufribles píldoras, semanales y diarias, contra el flagelo. La guía que me esperó vino con un conductor en un Vauxhall de 1950, el cual como era de esperarse se accidentó a escasos metros de la salida del aeropuerto, teniendo que efectuar un transbordo a un vehículo diferente que pudimos conseguir. Al llegar al hotel y pedir la cabaña reservada por mi agencia desde Kampala, lugar donde comenzó mi recorrido africano, una conferencia de mujeres organizada por la UNESCO, boicoteó mi asignación del cuarto y no fue poca mi insistencia con el gerente para demostrar la legitimidad de mi reserva. A todas estas, la guía se contentaba con no insistir en lo que daba por perdido, pero gracias a mi ahínco suramericano el gerente, no sé si por fastidio o para librarse de mí, finalmente consintió con desgano en otorgarme lo que me correspondía. El turismo en África suele tener esas contradicciones de la faja intertropical: quien recala en sus costas debe conciliar que el mundo no es siempre como lo proclama la cadena Hilton. La Ciudad de Piedra. El gran sitio por excelencia de la isla es la Ciudad de Piedra, enclavada en la propia ciudad de Zanzíbar. Creo sin titubeos, al estilo del viajero petrolero, que constituye uno de los patrimonios arquitectónicos de la humanidad. El lujo de las casas gravita alrededor de sus puertas. Las puertas de la Ciudad de Piedra son un termómetro para medir la clase de habitantes que la ocupan. Trabajados artesonados de madera y labrados de hierro dejan que el viandante imagine con solo echarles una ojeada, la categoría de sus propietarios. El lujo de la puerta es creación india, y la isla como buena parte del África oriental, fue suelo fértil para la inmigración india, que terminó siendo, en todos los sitios en que se estableció, la clase comercial por excelencia.  La Ciudad guarda un misterio en vaivén, porque las residencias se mantienen estrictamente cerradas y ocasionales jolgorios callejeros nos hacen pensar que súbitamente algo ha traicionado el silencio de quienes remontan sus rutas de piedra. Una carcajada pronunciada en el idioma de comerciantes, una ventana por la que se asoma algún marchante curioso aparecido de pronto, un vendedor de café con sus recipientes de cono, o una tienda que anuncia el olor de las frutas y los azahares, detienen el súbito viaje hacia un pretérito inminente e inalcanzable. La ciudad se atestigua con el recogimiento de leer su feroz y cautivante historia cincelada en las callejuelas desde cuyas habitaciones alguien debe estarnos espiando desde un pasado resistido a la vecindad de nuestra actualidad. En la Ciudad de Piedra el tiempo no se pregunta ni se mide con la exactitud de nuestros cronómetros occidentales. El tiempo es una vieja manía desinventada que se esfuma al patear sus calles. Solo un aroma de afeites, clavo y sahumerios y el pausado caminar de mujeres envueltas en coloridas o graves telas, nos devuelven la certeza de que los relojes no anduvieron perdidos por sus esquinas.  Hay una serie de edificaciones que deben ser recorridas: el Museo del Palacio, el Viejo Fuerte construido por los omaníes luego de haber despachado a los portugueses, el bazar, el Centro Cultural, antiguo dispensario, restaurado con el patrocinio del Aga Khan. Este último es una joya de la arquitectura india: sus vitrales, por lo demás no dejan de honrar los colores verde y rojo de los ismaelitas. De igual forma el sorprendente Palacio del Sultán o Casa de las Maravillas, frente al cual florece un gigantesco árbol de sándalo. El visitante puede contar lujosamente con una respetable cantidad de mezquitas y templos indios, entre ellos el impresionante Templo Indio de las Tres Torres. Para ultimar el trazado religioso, hay una iglesia católica completando el mapamundi ecuménico de las plegarias. Livingstone, el tenaz. Capítulo aparte merece la visita a la iglesia anglicana y al mercado de los esclavos. Gracias a la insistencia, al coraje y al tenaz empeño de David Livingstone, Inglaterra pudo presionar a los omaníes para que detuvieran el tráfico de esclavos. De Livingstone apunta Javier Reverte en su Sueño de África: Su sueño de Africa era un sueño moral, el sueño más noble y más peligroso que puede alentar un hombre. Finalmente no sólo se cumplió la aspiración del predicador sino que la isla se convirtió en Protectorado Británico a partir de 1890. Por la isla no sólo pasó Livingstone sino glorias como Sir Richard Francis Burton y John Speke. El sitio de reclusión de los esclavos muestra uno de los capítulos más grotescos de la historia del hombre: el hacinamiento a que eran sometidos desdice cualquier historia escuchada o leída. Cuando se atestigua el minúsculo espacio al que eran arrojados, sólo se alcanza a que la razón nos dé nuevamente una insatisfactoria respuesta que dibuje la ferocidad del hombre sobre el hombre. No en balde Javier Reverte apunta en este particular: Zanzíbar, la bella y cautivadora, la de aire perfumado por las especias, era en realidad, en aquel tiempo, una cloaca moral. Al lado del mísero recinto, que queda como testimonio de un pasado errático y de crimen, se levanta la iglesia que conserva un crucifijo hecho de la madera de la cama a cuyo pie, porque murió arrodillado y probablemente rezando,  rindió su vida el indómito caballero David Livingstone. Por lo menos de tal parentela presumen sus guías. Saliendo de la Ciudad de Piedra, debe visitarse el que fuera el Consulado Británico, donde vivieron por algún tiempo los muy magníficos exploradores del Imperio. La misma casa sirvió de capilla ardiente al cuerpo de Livingstone en su viaje de repatriación a Gran Bretaña, donde sus celebradas glorias y su agotado cuerpo, cansado de soñar y de luchar, finalmente se residenciarían en la Abadía de Westminster, muy cerca del Rincón de los Poetas. El Sultán y sus concubinas. En las afueras de la ciudad están las ruinas del Palacio de Maruhubi, construido en 1880 por Barchasch, el tercero de los sultanes omaníes de Zanzíbar quien lo destinó para domiciliar su harem. En 1899 el palacio fue consumido por las llamas pero la estructura que sobrevivió permite a sus visitantes comprobar el ingenioso sistema de aguas para los muchos baños, las numerosas habitaciones de las concubinas y una práctica y aireada terraza desde donde el todopoderoso soberano se asomaba para señalar alguna de las mujeres a la que haría compartir su lecho con sólo una mirada. Un inteligente diseño de sus techos dispone que la luz del día ilumine sin resoles. Barchasch habilidosamente supo controlar hasta la luz de que dispondrían  sus mujeres ante los menesteres de la entrega. Las playas de la isla están llenas de esas goletas que solían ilustrar textos como Las mil y una noches. Zanzíbar es una isla donde Simbad pareciera haberse detenido momentáneamente para continuar su navegación sin fin. Es territorio vívido de lo que uno creía confinado a los textos de la exótica literatura de Oriente. Descubrir que por sus calles y sus mares transitaron y se hicieron a la mar sultanes, concubinas, navegantes y exploradores como también el horror de lo ruin, es motivo y justificadísimo para querer alcanzar la quimérica dimensión que cuentan sus calles y puertas ante el Índigo azulado que baña sus costas. kkrispin@telcel.net.ve     



Praga lumínica y sombría. Karl Krispin
marzo 4, 2008, 12:24 am
Filed under: Karl Krispin

Le escuché a alguien decir alguna vez que Thomas Mann no hubiese podido ambientar La montaña mágica en otro sitio que no fuese Davos. La frase, pese a que nace del reconocimiento de un determinismo geográfico, tiene su cuota de verdad. Tres tristes tigres se desarrolla en La Habana porque sus personajes piensan y viven en cubano. El pragmático y despreocupado Juan Lucas en Un mundo para Julius no tendría otra posibilidad de ciudad que no fuese su personal y aristocrática Lima con su Club Nacional. Es así. Las obras y el escritor como tal, a menos que sea un disparador de best-sellers, responden a un territorio que es espiritual, personal e intransferible como toda la geografía física, igualmente intransferible. También la lengua gesta todo inicio. La Londres de Arthur Machen es una ciudad que sólo se reconoce en la redimensión fantástica de quien incorpora los demiurgos galeses en los jardines victorianos. Las ciudades y lo urbano traducen el mito de sí mismas para que sus escritores lo desentrañen. La ciudad de Praga, por la particularidad que posee, es una de las ciudades más literarias que he conocido (la otra capital que me ha deparado esta sensación es Montevideo, aunque de otra condición). Tiene la particularidad de plantearse como un escenario del cuento gótico, de la literatura fantástica. Porque en Praga parece que siempre es de noche aunque la luz del día cobije todos los dinteles.

 

Sólo en Praga Gregorio Samsa,  se descubre cucaracha al amanecer y al cabo de su vida literaria, para jugar con las paradojas de siempre, no sabrá si es una cucaracha que ha soñado ser hombre o un hombre que ha soñado ser cucaracha. En esta misma Praga misteriosa y claroscura, se da la posibilidad de ser Franz Kafka, el escritor atormentado que a nadie le ha dicho que lo es por lo de un padre tiránico, varios compromisos de amor reventados como su destino y una tuberculosis que al final lo salva de tener que afrontar la vida misma. Este  libreto de lo oculto se salva por una delación: Max Brod decide, como el César hizo lo mismo con el poeta Virgilio, no respetar su voluntad de quemar su obra y se aviene a salvarnos un proceso del cual Franz no logró escapar. Para horror de ese mismo azar, las hermanas del escritor fueron gasificadas en Auschwitz. En esa ciudad a medias sombras, aunque la resolana ilumine, el rabí creado por Gustav Meyrink, desafía a Dios imitando las rutas de su alfabeto sagrado y crea al Golem, dentro de la tradición que también inspiró, sólo que por otra manufactura, a Mary Shelley con el moderno Prometeo, diseño del doctor Frankenstein. Caminar por Praga es rescatar estas viejas y nuevas sombras entre sus esquinas huidizas,  que persiguen al viandante como un personaje más para ser creado y leído.

 

Por la ciudad corre el Moldava que desemboca en el Elba aguas abajo. (Bedrich Smetana le dedica su célebre poema sinfónico) Un río o dos ríos, un nombre o dos nombres que alimentan dos historias y parte de la contradicción entre los pueblos alemanes y los checos. Porque el caso de la República Checa se parece al de Polonia al que sucesivas oleadas de dominación sojuzgaron su nacionalidad y hasta su lengua. Franz Kafka escribió en alemán, al igual que lo hizo Meyrink, Rainer Maria Rilke, Franz Werfel y el propio Brod. Pero este alemán, como ha escrito el biógrafo de Kafka, Klaus Wagenbach era un idioma aislado y hasta acusado de pobreza léxica. En nuestros días el alemán no existe en Praga. El investigador alemán nacido en Praga y radicado en Venezuela, Hanns Dieter Elschnig comenta: “Praga fue impregnada por la cultura y la presencia alemana, que en un momento llegó a constituir el cincuenta por ciento de su población. Esto, por supuesto, cambió radicalmente a partir de 1918 cuando Checoslovaquia fue constituida como una república independiente y las minorías de alemanes y húngaros fueron oprimidas por el gobierno a pesar de que el presidente Masaryk había prometido darles sus garantías ciudadanas. Los alemanes llamados “Sudetendeutsche”, alemanes de los sudetes, buscaron a partir de 1933 la ayuda del Deutsche Reich lo que para Hitler significó una excelente oportunidad para invadir en 1938 al país y someterlo a un “protectorado”. Desde luego había razones históricas para afirmar lo checo ya que los alemanes habían constituido una suerte de fuerza de ocupación sin hablar de la pertenencia checa al Imperio Austrohúngaro que se desmembró luego de la Primera Guerra Mundial. El presidente Masaryk, el filósofo como lo llama Mariano Picón Salas, Encargado de Negocios en ese país hasta la víspera de la invasión nazi en 1938, es considerado uno de los padres de la república independiente checa. Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial desapareció todo vestigio alemán y la República “Democrática” Checa se encargó de que se estudiara el ruso como segundo idioma escolar.

Picón Salas dedica algunas entregas a Praga, ciudad que lo cautivó, entre otras cosas por la ceremonia del saludo checo en el que abundan las frases corteses de toda índole. Por otra parte advierte el merideño que la humildad es la característica más saliente de su pueblo: “Humildad y concentración interior, un poco sombrías, fueron los primeros rasgos espirituales que advertí en el pueblo checo. Quizás por la larga cautividad y lucha desesperanzada que ha sido su historia, sea el pueblo humilde entre los altaneros pueblos de Europa”. Y este pueblo paciente que vio su tierra arrasada por el extranjero, expediente que se aviene hasta el mismísimo año de 1968 cuando los tanques soviéticos despiden el intento de independencia a la dominación comunista, se refugió, como igualmente apunta Picón-Salas, en la figura de San Wenceslao, Vaclav en el idioma local (se pronuncia Vástlav), y lo puso al frente de su saga y de su aspiración de libertad. Apunta Picón que fue San Wenceslao quien sedentarizó hace mil y tantos años las últimas tribus errantes de la raza eslava, luchó contra los germanos y fundó su reino con las provincias de Bohemia, Moravia y Eslovaquia. Recientemente la historia de estos pueblos ha atestiguado, honrando su tradición de caballerosidad y entendimiento, la secesión de Eslovaquia y la formación de dos Estados: la República Checa y Eslovaquia con sus respectivas capitales de Praga y Bratislava. Lección que pocos pueblos pueden exhibir en paz y en respeto.

Al lado de los escritores mencionados que escribían en alemán, surge igualmente Jaroslav Hacek, cuya obra más conocida es Las aventuras del buen soldado Svejk, que narra la conducta obediente de un soldado frente a las órdenes de sus superiores hasta dar con el lado grotesco de la condición humana. Para la crítico Monika Zgustová la literatura y la cultura checa se imponen “la huida de la racionalidad y del orden impuesto por un Estado todopoderoso, para conquistar un espacio humano más íntimo”. En este mismo orden de ideas encontramos al archiconocido Milan Kundera, a pesar de que el autor se residenciara hacia los noventa en París y se encomendara a la escritura en francés. Zgustová sitúa a Kundera “en medio de la crisis del racionalismo, un proceso esencial en la civilización contemporánea, que empuja al individuo hacia el vacío, olvidando la voz de la conciencia y la compasión”. De alguna forma el premio Nobel otorgado a Jaroslav Seifert en 1984 hace que los ojos del mundo se vuelvan a este silencioso país luchador que más que empuñar las armas ha bregado con la letra. Y cómo no mencionar a otro caballero de la palabra, Vaclav Havel, dramaturgo célebre cuyas obras fueron prohibidas por el régimen al haberse sumado al movimiento de la Primavera de Praga en 1968 y luego encarcelado. Fue el primer presidente de la Checoslovaquia libre y el primer presidente de la República Checa luego de la secesión amigable de Eslovaquia.

Visitar el antiguo reino de Bohemia es recrear la plenitud de su historia donde convergen checos, eslovacos, eslavos, suecos, alemanes, austriacos y hasta Bizancio entre aconteceres que nada fáciles fueron. La ciudad de Praga no sólo muestra sus sombras sino lo más excelso del art noveau. Alfons Mucha tiene bastante que ofrecer entre sus edificaciones donde descuella el Ayuntamiento al que decoró la sala principal del Alcalde. Se suceden la Torre del Puente y sus 138 escalones, la Galería Real, la torre del Polvorín, el teatro Estatal, el Karolinum, la Capilla de Belén donde predicó el reformador Juan Hüss y refugio de los husitas, el inigualable Barrio Judío donde en su cementerio se calculan unos cien mil enterrados con sus más de cinco sinagogas entre las que destaca la de Staronová, la más vieja de Europa. El Castillo de Praga alberga una sala gótica considerada de las de mayor dimensión en Europa y en el cual despacha hoy en día el presidente de la República. En cuanto a iglesias, están la Capilla de San Wenceslao donde reposan los restos del épico santo, la Catedral de San Vito, la Capilla de San Jorge y el Palacio Lobkowitz. Tengo que referirme a una costumbre que de niño solía hacer los primeros domingos de junio en Caracas: las misas anuales del Santo Niño de Praga, donde nos imponían las medallas del Niño.  Por ello me resulta casi obligatorio sugerirle al viajero que no deje de alcanzar la Iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, donde permanece el original venerado de Praga, el Prazské Jezulatko, el Niño Jesús de Praga, traído desde España en el siglo XVI.

Al hablar de las sombras de Praga, trato de encomendarme al claroscuro que pueda iluminar. La ciudad es como reproducir un inmenso e hipotético Caravaggio donde sombra y luz coinciden en una gama peregrina de tonos. Praga sorprende como ciudad estética, pero a diferencia de París, la ciudad luz, se transfigura en la ciudad sombra para entender la luz. Sin la sombra, la luz sería reprochable y viceversa. La encrucijada de este maridaje de contrastes dan al viajero la sensación de un largo silencio que luego se hace sonido. Praga guarda un misterio como pocos lugares. Pensar en su resolución sería descabellado y hasta inútil. Los misterios permanecen inasibles con vocación de eternidad.

 

 



MONTEVIDEO, CIUDAD ESCRITA. Karl Krispin « Karlkrispin’s Weblog
marzo 4, 2008, 12:17 am
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MONTEVIDEO, CIUDAD ESCRITA. Karl Krispin
marzo 4, 2008, 12:13 am
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Hay muchas maneras de llegarle a la República Oriental. El buquebús, sin embargo, es una de las más recomendables, con la salvedad de que hay que tomarlo en Buenos Aires, advirtiendo adicionalmente que al ir de Buenos Aires a Montevideo debe abandonarse la evidente tentación de la comparación, ya que no la hay ni la podrá haber. Con el buquebús, que no es más que un confortable y muy respetable ferry, se remonta esa inmedible inmensidad que es  el río de la Plata, que entre Uruguay y Argentina, alcanza la dimensión del río más ancho del mundo. El trayecto toma unas tres horas y es tan relajado como civilizado. Tanto en Buenos Aires como en Montevideo hay agentes aduanales de los dos países, lo que resulta curioso que el pasaporte lo sellen por partida doble en un solo instante. Durante el viaje llega un momento en que no se divisan las costas y existe la presunción de que estamos en el mar, cosa que nunca pasa. Continuamos río adentro en eso que llaman el Sur.  Al llegar a Montevideo se tiene una extraña sensación de que hemos llegado a un silencio que flota, que hemos viajado millas náuticas para atestiguar un callado respiro convertido en ciudad. En ese momento parecemos haber sido aleccionados a ensayar la puesta en escena de un momento de Bioy Casares, donde juntamos algo de una ciudad imaginariamente amurallada con un puerto sórdido abandonado minutos antes por sus habitantes, temerosos de la peste o los enemigos. Nos parece haber advertido la cercanía de la Invención de Morel. Primera ilusión óptica que nos engaña como la propia novela de Bioy. Pronto se dilucidará la trama a medida que caminemos la ciudad y la hagamos nuestra. La ciudad es patrimonio exclusivo de la doblez de Larsen, el empecinado y decadente personaje de Onetti. Montevideo parece de veras conquistada por el olvido. Esto que pareciese ser un disuasivo a primera vista, lo es sólo en apariencia. Montevideo termina haciendo de este olvido, la mejor coartada para hacerse anexar en su sinuosidad discursiva. La ciudad parece haber sido escrita, en lugar de edificada. El próximo destino lo constituyó la céntrica Plaza Cagancha, donde se encontraba nuestro hotel, el Lancaster, un nombre prometedor sin duda. El hotel pudo haber sido edificado en los sesenta con ínfulas de los cincuenta. He allí la magia de la ciudad, la aspiración  permanente del pasado. El Lancaster es un hotel donde cabría la expresión de que la gente viste de paisano, como en esas novelas centroeuropeas traducidas en suramericano. Es un hotel cómodo, magníficamente literario, donde el tiempo se reduce al antojo de sus habitantes y el mobiliario es tan intemporal que pareciera haber sido amueblado con criterio de eternidad. En el hotel no se escucha ni el ruido de una mosca, sólo el aire acondicionado susurra con audacia y hay que abrir las ventanas para ver la Plaza Cagancha sin mayores apuros. Basta que llegue la caída de la tarde para que el hotel revele su más preciado secreto: la inigualable luz que invade todo y que hizo del Lancaster un encendido teorema por descifrar. El hotel es estrictamente metafórico y su funcionamiento parece haber sido tramado sin equívocos en una lección de literatura antes de que por una empresa turística: un gerente sospechosamente simpático, una camarera que trae hielo cuando nadie se lo ha pedido, la llave del hotel abusivamente vienesa, huéspedes que fingen provisionalidad pero se les nota una larga residencia, señoritas que iban y venían, dependientas que secreteaban misteriosamente en los pasillos, la filmación de un comercial del hotel que finalmente nunca se llevó a cabo, los mesoneros paseando su indiferencia a lo mejor conociendo una terrible verdad y en la mismísima Plaza Cagancha, una hermosa joven de pie el día entero vendiendo agendas para el partido político en el que militaba. Quien prefiera la realidad que corra al Marriott. Montevideo ofrece algunos sitios de interés como el fortín de la ciudad, desde cuya colina se tiene la mejor vista del puerto; el mausoleo de Artigas, la casa de Garibaldi, que guarda algunos recuerdos del italiano que probó la lucha americana antes de optar por la europea. El museo es una modesta casa, muy bien conservada sin embargo y con las guías más gentiles que nos podamos imaginar. La simpatía circula mayormente. El uruguayo se enorgullece de su modo abierto de ser, de su simpatía, constantemente marcan distancia ellos mismos con porteños y otras ideologías. Otra característica de los citadinos es que todo mundo carga su bombilla de mate. En esto al parecer nadie los supera. Uno de los sitios legendarios de la ciudad no es otro que el estadio Centenario donde Uruguay se hizo del primer campeonato mundial de fútbol en 1930. Sus guías lo recuerdan con un orgullo tal que nos hace olvidar que hemos entrado al tercer milenio. Las librerías honran la tradición cultural de su pueblo y el surtido de sus títulos vuelve a dejarnos boquiabiertos de que la literatura siga, aún en estos bizcos tiempos, teniendo toda suerte de legionarios. En las amables plazas de la ciudad abundan las antigüedades a precios igualmente antiguos. Uno de los irrenunciables de la ciudad es el Museo Torres García, que guarda buena parte de la colección del avanzado maestro. El solo curioseo por sus espacios hace ya de por sí merecer la visita a esta ciudad para enfrentar sus pulcras  manchas cuadriculadas. El museo, si bien luce descompuesto y hasta solitario, atesora una de las obras mas logradas del continente de uno de los apellidos mayúsculos de la plástica americana, pintor que merece decirse, hizo del futuro su residencia. Su obra increíblemente dio pasos con botas de siete leguas hacia adelante, en un tiempo cuando los academicistas respondían ejemplarmente todos los formularios sin oponer resistencia.  Dejando estrictamente la ciudad se recomienda el paseo por Pocitos, una bellísima urbanización costanera donde provoca ser su huésped de por vida. Allí lo onettiano no deja totalmente de existir, sólo que lo hace sin construir la ciudad de olvidos y silencios, sino con la elegancia de los bulevares y esplendorosas señoras que pasean perros de abolengo por sus aceras. Pocitos es como una alegre sinfonía vespertina, donde todos  comparten el buen humor de una novela optimista. La mesa en Montevideo incluye la carne y el pescado. No puede dejar de visitarse el viejo mercado ahora convertido en lugar de comederos. La factura de la comida es de una altísima calidad y recalar en alguna de sus ventas es un viaje gastronómico que jamás habrá de cuestionarse. Parte del encanto de los platos viene ayudado por esta amplia localidad, donde la dicha y el bullicio gobiernan sus espacios.  Montevideo reivindica el tiempo perdido, el tiempo inventariado. Sus calles dan cuenta de viejas glorias que todavía merecen comentarios y chismorreos. Hay elegantísimos edificios, con elegantísimos vestíbulos en los que ya nadie cree. El pasado parece un viejo almacén que nadie visita, una fábrica dejada a merced de la ruina, pero que está allí, espiándonos silenciosamente los pasos. Esos íconos retratan la ciudad. La sensación de ciudad temática vive en cada una de sus esquinas. Hay como un vaivén verbal dispuesto a retar los hallazgos. Es una ciudad poderosamente entremezclada en el tiempo. Más que visitarla, se la lee.  



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marzo 3, 2008, 6:11 pm
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