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Zanzíbar, isla entre las islas. Karl Krispin
marzo 4, 2008, 12:25 am
Filed under: Crónicas de viaje

Hace poco me contaban de un importantísimo ejecutivo petrolero, de esos trotamundos de cara familiar y sobrevista en los movidos aeropuertos del planeta, cuya afición por los viajes  no tiene límites, a quien le preguntaron que escogiera un sitio del globo al que volvía con reiteración y favoritismo. El ejecutivo no titubeó para deponer a quemarropa su respuesta y agregó con tono de nostalgia: la isla de Zanzíbar. Cuando se increpa por este tipo de respuestas, cuyo menú de opciones es tan amplio como arbitrario, es difícil zanjar con facilidad la cuestión. Pero entiendo la respuesta del viajero porque Zanzíbar es como una antigua historia visitada, un raro y extraño sitio donde se junta lo legendario y lo real, un espacio de fábula que encierra el misterio de oriente con el exotismo africano. Hay quienes la comparan con el Bagdad de Harun Al Rashid. Zanzíbar es como una esencia respirada, una seda de Benares que te cubre la piel, un eco de marineros con la mar como patria, un lujo de ricos mercaderes acuñando el oro de sus tráficos. Es también una puerta de entrada y salida al África: una despiadada y sublime a la vez geografía donde han convivido el horror y la civilidad. Porque la  historia de la isla de Zanzíbar es tan fascinante como cruel.  La isla se encuentra en el Océano Índigo frente a las costas de Tanzania, país al cual pertenece desde 1964, gracias a Julius Nyerere, quien logró fusionar Tanganika y la isla  en un sólo Estado. En 1963 había logrado su estatuto de Independencia, con el Sultán  Seyyid Jamshisd ben Abdullah a la cabeza del nuevo Estado, pero al poco tiempo una revuelta popular lo depuso, instaurando un Consejo Revolucionario. De Nyerere hay que decir, capítulo aparte, que no sólo es el constructor de la Tanzania actual, sino que ha sido uno de los pocos gobernantes que ha renunciado voluntariamente al poder, al darse cuenta de que su modelo socialista de sociedad resultó un fiasco. Pocos saben además que este lúcido político fue traductor de Shakespeare. En otro orden de ideas, Tanzania desde su Independencia es un país modelo por su estabilidad. Nyerere supo educar para la paz. Zanzíbar llegó a ser no sólo el punto desde donde se dominaba todo el comercio esclavista del África Oriental, sino la propia capital del Sultanato de Omán, donde sus soberanos se instalaron desde el siglo XIX hasta la salida del último sultán en 1963, coincidiendo con la independencia de Tanganika y su integración, como dijimos, a Tanzania. Es igualmente la isla de las especias, producción que aún hoy en día se mantiene.  Su población es fundamentalmente musulmana, con una preponderancia religiosa de ismaelitas, la secta liderada por el Aga Khan. Se habla el swahili y el inglés. Los modos de llegarle a la isla son por vía aérea en vuelos desde Nairobi, Dar es Salaam, la capital de Tanzania, o desde la ciudad de Mombasa en Kenya. Por mar igualmente se pueden tomar toda suerte de embarcaciones desde Mombasa o Dar es Salaam. Un trayecto recomendado por los evocadores del pasado consiste en salir desde Nairobi a Mombasa con el tren lunático y de allí zarpar a Zanzíbar. Mi trayecto fue menos ortodoxo y llegué a la isla por vía aérea desde Nairobi. El aeropuerto de la isla es estrictamente modesto y da la impresión de que hemos traspuesto el presente inevitablemente. Los funcionarios de la aduana son muy estrictos en solicitar chillonamente el certificado de vacunación contra la fiebre amarilla. La malaria es endémica y hay que tomar las insufribles píldoras, semanales y diarias, contra el flagelo. La guía que me esperó vino con un conductor en un Vauxhall de 1950, el cual como era de esperarse se accidentó a escasos metros de la salida del aeropuerto, teniendo que efectuar un transbordo a un vehículo diferente que pudimos conseguir. Al llegar al hotel y pedir la cabaña reservada por mi agencia desde Kampala, lugar donde comenzó mi recorrido africano, una conferencia de mujeres organizada por la UNESCO, boicoteó mi asignación del cuarto y no fue poca mi insistencia con el gerente para demostrar la legitimidad de mi reserva. A todas estas, la guía se contentaba con no insistir en lo que daba por perdido, pero gracias a mi ahínco suramericano el gerente, no sé si por fastidio o para librarse de mí, finalmente consintió con desgano en otorgarme lo que me correspondía. El turismo en África suele tener esas contradicciones de la faja intertropical: quien recala en sus costas debe conciliar que el mundo no es siempre como lo proclama la cadena Hilton. La Ciudad de Piedra. El gran sitio por excelencia de la isla es la Ciudad de Piedra, enclavada en la propia ciudad de Zanzíbar. Creo sin titubeos, al estilo del viajero petrolero, que constituye uno de los patrimonios arquitectónicos de la humanidad. El lujo de las casas gravita alrededor de sus puertas. Las puertas de la Ciudad de Piedra son un termómetro para medir la clase de habitantes que la ocupan. Trabajados artesonados de madera y labrados de hierro dejan que el viandante imagine con solo echarles una ojeada, la categoría de sus propietarios. El lujo de la puerta es creación india, y la isla como buena parte del África oriental, fue suelo fértil para la inmigración india, que terminó siendo, en todos los sitios en que se estableció, la clase comercial por excelencia.  La Ciudad guarda un misterio en vaivén, porque las residencias se mantienen estrictamente cerradas y ocasionales jolgorios callejeros nos hacen pensar que súbitamente algo ha traicionado el silencio de quienes remontan sus rutas de piedra. Una carcajada pronunciada en el idioma de comerciantes, una ventana por la que se asoma algún marchante curioso aparecido de pronto, un vendedor de café con sus recipientes de cono, o una tienda que anuncia el olor de las frutas y los azahares, detienen el súbito viaje hacia un pretérito inminente e inalcanzable. La ciudad se atestigua con el recogimiento de leer su feroz y cautivante historia cincelada en las callejuelas desde cuyas habitaciones alguien debe estarnos espiando desde un pasado resistido a la vecindad de nuestra actualidad. En la Ciudad de Piedra el tiempo no se pregunta ni se mide con la exactitud de nuestros cronómetros occidentales. El tiempo es una vieja manía desinventada que se esfuma al patear sus calles. Solo un aroma de afeites, clavo y sahumerios y el pausado caminar de mujeres envueltas en coloridas o graves telas, nos devuelven la certeza de que los relojes no anduvieron perdidos por sus esquinas.  Hay una serie de edificaciones que deben ser recorridas: el Museo del Palacio, el Viejo Fuerte construido por los omaníes luego de haber despachado a los portugueses, el bazar, el Centro Cultural, antiguo dispensario, restaurado con el patrocinio del Aga Khan. Este último es una joya de la arquitectura india: sus vitrales, por lo demás no dejan de honrar los colores verde y rojo de los ismaelitas. De igual forma el sorprendente Palacio del Sultán o Casa de las Maravillas, frente al cual florece un gigantesco árbol de sándalo. El visitante puede contar lujosamente con una respetable cantidad de mezquitas y templos indios, entre ellos el impresionante Templo Indio de las Tres Torres. Para ultimar el trazado religioso, hay una iglesia católica completando el mapamundi ecuménico de las plegarias. Livingstone, el tenaz. Capítulo aparte merece la visita a la iglesia anglicana y al mercado de los esclavos. Gracias a la insistencia, al coraje y al tenaz empeño de David Livingstone, Inglaterra pudo presionar a los omaníes para que detuvieran el tráfico de esclavos. De Livingstone apunta Javier Reverte en su Sueño de África: Su sueño de Africa era un sueño moral, el sueño más noble y más peligroso que puede alentar un hombre. Finalmente no sólo se cumplió la aspiración del predicador sino que la isla se convirtió en Protectorado Británico a partir de 1890. Por la isla no sólo pasó Livingstone sino glorias como Sir Richard Francis Burton y John Speke. El sitio de reclusión de los esclavos muestra uno de los capítulos más grotescos de la historia del hombre: el hacinamiento a que eran sometidos desdice cualquier historia escuchada o leída. Cuando se atestigua el minúsculo espacio al que eran arrojados, sólo se alcanza a que la razón nos dé nuevamente una insatisfactoria respuesta que dibuje la ferocidad del hombre sobre el hombre. No en balde Javier Reverte apunta en este particular: Zanzíbar, la bella y cautivadora, la de aire perfumado por las especias, era en realidad, en aquel tiempo, una cloaca moral. Al lado del mísero recinto, que queda como testimonio de un pasado errático y de crimen, se levanta la iglesia que conserva un crucifijo hecho de la madera de la cama a cuyo pie, porque murió arrodillado y probablemente rezando,  rindió su vida el indómito caballero David Livingstone. Por lo menos de tal parentela presumen sus guías. Saliendo de la Ciudad de Piedra, debe visitarse el que fuera el Consulado Británico, donde vivieron por algún tiempo los muy magníficos exploradores del Imperio. La misma casa sirvió de capilla ardiente al cuerpo de Livingstone en su viaje de repatriación a Gran Bretaña, donde sus celebradas glorias y su agotado cuerpo, cansado de soñar y de luchar, finalmente se residenciarían en la Abadía de Westminster, muy cerca del Rincón de los Poetas. El Sultán y sus concubinas. En las afueras de la ciudad están las ruinas del Palacio de Maruhubi, construido en 1880 por Barchasch, el tercero de los sultanes omaníes de Zanzíbar quien lo destinó para domiciliar su harem. En 1899 el palacio fue consumido por las llamas pero la estructura que sobrevivió permite a sus visitantes comprobar el ingenioso sistema de aguas para los muchos baños, las numerosas habitaciones de las concubinas y una práctica y aireada terraza desde donde el todopoderoso soberano se asomaba para señalar alguna de las mujeres a la que haría compartir su lecho con sólo una mirada. Un inteligente diseño de sus techos dispone que la luz del día ilumine sin resoles. Barchasch habilidosamente supo controlar hasta la luz de que dispondrían  sus mujeres ante los menesteres de la entrega. Las playas de la isla están llenas de esas goletas que solían ilustrar textos como Las mil y una noches. Zanzíbar es una isla donde Simbad pareciera haberse detenido momentáneamente para continuar su navegación sin fin. Es territorio vívido de lo que uno creía confinado a los textos de la exótica literatura de Oriente. Descubrir que por sus calles y sus mares transitaron y se hicieron a la mar sultanes, concubinas, navegantes y exploradores como también el horror de lo ruin, es motivo y justificadísimo para querer alcanzar la quimérica dimensión que cuentan sus calles y puertas ante el Índigo azulado que baña sus costas. kkrispin@telcel.net.ve